Apagón, desabastecimiento y precios. Artículo de opinión de Miguel Ángel Lacoma

Miguel Ángel Lacoma, consultor financiero y colaborador de diario Bajo Cinca reflexiona sobre el efecto del apagón del pasado 28 de abril sobre los precios de los productos

El pasado lunes 28 de abril vivimos un apagón eléctrico que afectó a buena parte de España, Portugal y el sur de Francia. Se fue la luz durante horas y, como era de esperar, empezaron a circular teorías de todo tipo: desde una simple avería hasta un posible ciberataque masivo al sistema eléctrico europeo. Y con el miedo, llegó el pánico.

Mucha gente salió corriendo a comprar agua, velas, conservas, linternas… lo típico. En pocas horas, los estantes de muchos supermercados estaban vacíos. No porque faltara suministro real, sino por el miedo a que faltara. Esa diferencia es importante.

Yo mismo vi a una persona saliendo de un supermercado con 17 cajas de leche. No 17 bricks, no. Diecisiete paquetes de seis bricks. Más de 100 litros de leche. Algo totalmente imposible de consumir racionalmente, salvo que estés montando una cafetería esa misma tarde. ¿Qué pasó? Que como los precios no subieron, no hubo ningún freno al comportamiento impulsivo. El primero que llega arrasa, y los demás se quedan mirando las estanterías vacías.

Ahora bien, quiero contar algo que me preguntó un vecino. Me dijo: “Oye, ¿es legal que en tal tienda hayan subido el precio del agua de 1 euro a 4?”. Mi respuesta fue sencilla: no sé si es legal (habría que mirar si hay normas específicas en situaciones de emergencia), pero lo que sí sé es que tiene todo el sentido económico. Porque, curiosamente, esa tienda fue la única de la zona que no se quedó sin agua. Durante toda la semana, siempre tuvo stock. Mientras los supermercados que no tocaron precios se vaciaron hasta el sábado.

¿Por qué? Porque el precio es una señal. Cuando algo escasea —o creemos que va a escasear— y su precio no cambia, la demanda se dispara. Cada uno compra como si no hubiera un mañana. Pero si el precio sube, la gente se lo piensa dos veces. Ya no compras 10 botellas de agua “por si acaso”. Te llevas una o dos, y dejas que los demás también puedan comprar.

Esto es lo que muchos no entienden: el precio, cuando sube, no es solo un castigo al consumidor. Es una herramienta para repartir recursos escasos de forma más eficiente. Ayuda a evitar el desabastecimiento. Y manda una señal clara: “esto ahora es más valioso, úsalo con cabeza”.

Después del 11-S, los hoteles de Nueva York multiplicaron precios. Hubo quien se escandalizó, pero gracias a eso, las habitaciones no se agotaron en media hora. El que realmente lo necesitaba, podía pagar y encontrar alojamiento. Si los precios se hubieran mantenido bajos, habría pasado lo mismo que con el papel higiénico en pandemia: desaparece todo en dos horas, y a partir de ahí, sálvese quien pueda.

Volviendo a lo del lunes: esa tienda que multiplicó por cuatro el precio del agua no actuó por codicia, sino por lógica. Y gracias a eso, días después del apagón, seguía teniendo agua a la venta. ¿Caro? Sí. ¿Abusivo? Depende de cómo lo mires. ¿Eficiente? Sin duda.

El problema es que tenemos una visión muy emocional de los precios. Creemos que deberían ser “justos”, pero cuando los mantenemos artificialmente bajos en una crisis, lo que conseguimos es que se agoten los productos en horas. Y eso no es justo para nadie.

Lo que pasó esta semana es una lección de economía en estado puro: si ignoramos cómo funciona la oferta y la demanda, el mercado se bloquea. Los precios no son el enemigo. En muchos casos, son el motivo por el que aún queda algo que comprar.

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